En Chile, cerca de 250 mil
mujeres se convierten en madres cada año. En el Maule, ocurren anualmente
aproximadamente 9 mil nacimientos, es decir, 9 mil mujeres que devinieron
madres. Varias trayectorias maternas que dibujan identidades heterogéneas y asombrosas
de “ser madre” distanciadas del estereotipo hegemónico de los medios de
comunicación, que expande morbosamente la imagen de la maternidad sonriente,
pulcra, domesticada y rodeada de objetos de consumo material. Metáfora tradicional
del cuidado que sostiene a las sociedades capitalistas.
Para encontrarse con esta imagen
de la maternidad “real”, no es necesario deambular mucho tiempo por las calles de
la ciudad de Talca, para conversar abiertamente con su rostro multiverso y sus
discursos polisémicos. Es suficiente con darse una vuelta por la 11 oriente y
observar detenidamente el caminar trabajoso de una madre cargando con una
guagua en un fular y de la otra mano un gran bolso de ropa, adoptando la
velocidad del tiempo de los semáforos cortos, que le recuerdan que el ritmo de
la ética del trabajo (el espacio público) de ir a vender sus cachureos a la
“feria de las pulgas”, es abismalmente diferente a la velocidad de la ética del
cuidado (el espacio privado) del que viene saliendo con coraje matutino.
Unas calles más abajo, la
maternidad transmutada adquiere matices de complejidad. Una mujer se demora
medio siglo (a ojos de los transeúntes) en subir al bebé al auto, mientras el
rostro de unos cuantos varones expectantes (el parquímetro, el que desea
estacionarse, y unos pocos mirones) simbolizan perfectamente la enquistada
presencia del sexismo ambivalente: mezcla de emociones favorables y a veces
hostiles hacia las mujeres que coexisten con la inundada publicidad por el día
de las madres. Un poco más allá una mujer con otro coche, un niño pequeño y
unas cuantas bolsas, mira el reloj y seguro se pregunta cuantos colectivos no
se han detenido por la demora que supone transportar al familión.
Otra imagen captura a la madre
que conduce, que envía mensajes de voz por wasap, intentando orquestar la
travesía diaria de la conciliación trabajo-familia, justificándose, por un
lado, suspirando por otro, mientras se cruzan los pensamientos de la nana que
no llegó, la reunión a la que va atrasada, la impotencia de no poder ir a
buscar a los niños y su omnipresente culpa que colorea todos los rincones de su
existencia.
¿Qué tienen en común estas historias?
La urgente necesidad de
colectivizar el malestar de las maternidades y dejar de estereotipar a las
madres, como responsables del bienestar familiar y social, como guardianas del
progreso y la calidad moral.
Estar más atentos a escuchar, el
relato que se cuela por los rostros agotados de las madres de hoy, una mezcla
de desesperanza y esperanza de llegar a recuperarse alguna vez a sí mismas.
La inaplazable necesidad de mirar
esas otras maternidades, esas de los espacios virtuales de ayuda mutua, dónde
se comparten desde el diagnóstico del color de la caca de la guagua, hasta las
frustraciones y goces sexuales y las búsquedas incesantes de equilibrio, salud
mental y compañía auténtica.
Una metáfora renovada del cuidado,
que transita hace mucho rato por el cambio cultural de valores
postmaterialistas, donde la maternidad subyugada, íntima, solitaria, sufriente está
dando paso a vivencias de colectivización, a un retorno tribal a la base
afectiva y comunitaria de los vínculos dotados de proximidad física y
relacional.
Hoy más que nunca vale la pena
reflexionar sobre el contrato social que hemos pactado con la maternidad y cómo
la naturaleza performativa del tiempo, ha dado paso a demandas cada vez más
apremiantes por la corresponsabilidad y el rol de los padres y la sociedad en
su conjunto en las tareas de cuidado, la conciliación efectiva familia-trabajo
y un trato más honesto con las vivencias de maternidades críticas y
emancipadas.
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