sábado, 13 de mayo de 2017

Qué decimos cuando decimos madre


En Chile, cerca de 250 mil mujeres se convierten en madres cada año. En el Maule, ocurren anualmente aproximadamente 9 mil nacimientos, es decir, 9 mil mujeres que devinieron madres. Varias trayectorias maternas que dibujan identidades heterogéneas y asombrosas de “ser madre” distanciadas del estereotipo hegemónico de los medios de comunicación, que expande morbosamente la imagen de la maternidad sonriente, pulcra, domesticada y rodeada de objetos de consumo material. Metáfora tradicional del cuidado que sostiene a las sociedades capitalistas.
Para encontrarse con esta imagen de la maternidad “real”, no es necesario deambular mucho tiempo por las calles de la ciudad de Talca, para conversar abiertamente con su rostro multiverso y sus discursos polisémicos. Es suficiente con darse una vuelta por la 11 oriente y observar detenidamente el caminar trabajoso de una madre cargando con una guagua en un fular y de la otra mano un gran bolso de ropa, adoptando la velocidad del tiempo de los semáforos cortos, que le recuerdan que el ritmo de la ética del trabajo (el espacio público) de ir a vender sus cachureos a la “feria de las pulgas”, es abismalmente diferente a la velocidad de la ética del cuidado (el espacio privado) del que viene saliendo con coraje matutino.
Unas calles más abajo, la maternidad transmutada adquiere matices de complejidad. Una mujer se demora medio siglo (a ojos de los transeúntes) en subir al bebé al auto, mientras el rostro de unos cuantos varones expectantes (el parquímetro, el que desea estacionarse, y unos pocos mirones) simbolizan perfectamente la enquistada presencia del sexismo ambivalente: mezcla de emociones favorables y a veces hostiles hacia las mujeres que coexisten con la inundada publicidad por el día de las madres. Un poco más allá una mujer con otro coche, un niño pequeño y unas cuantas bolsas, mira el reloj y seguro se pregunta cuantos colectivos no se han detenido por la demora que supone transportar al familión.
Otra imagen captura a la madre que conduce, que envía mensajes de voz por wasap, intentando orquestar la travesía diaria de la conciliación trabajo-familia, justificándose, por un lado, suspirando por otro, mientras se cruzan los pensamientos de la nana que no llegó, la reunión a la que va atrasada, la impotencia de no poder ir a buscar a los niños y su omnipresente culpa que colorea todos los rincones de su existencia.
¿Qué tienen en común estas historias?
La urgente necesidad de colectivizar el malestar de las maternidades y dejar de estereotipar a las madres, como responsables del bienestar familiar y social, como guardianas del progreso y la calidad moral.
Estar más atentos a escuchar, el relato que se cuela por los rostros agotados de las madres de hoy, una mezcla de desesperanza y esperanza de llegar a recuperarse alguna vez a sí mismas.
La inaplazable necesidad de mirar esas otras maternidades, esas de los espacios virtuales de ayuda mutua, dónde se comparten desde el diagnóstico del color de la caca de la guagua, hasta las frustraciones y goces sexuales y las búsquedas incesantes de equilibrio, salud mental y compañía auténtica.

Una metáfora renovada del cuidado, que transita hace mucho rato por el cambio cultural de valores postmaterialistas, donde la maternidad subyugada, íntima, solitaria, sufriente está dando paso a vivencias de colectivización, a un retorno tribal a la base afectiva y comunitaria de los vínculos dotados de proximidad física y relacional.

Hoy más que nunca vale la pena reflexionar sobre el contrato social que hemos pactado con la maternidad y cómo la naturaleza performativa del tiempo, ha dado paso a demandas cada vez más apremiantes por la corresponsabilidad y el rol de los padres y la sociedad en su conjunto en las tareas de cuidado, la conciliación efectiva familia-trabajo y un trato más honesto con las vivencias de maternidades críticas y emancipadas. 

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