La ciencia y enfoque comunitario ha investigado hace décadas
un fenómeno de enorme interés para la comprensión de los procesos de
transformación social: el empoderamiento.
Definido como las creencias sobre las propias competencias,
esfuerzos por ejercer control y la comprensión de una realidad sociopolítica,
este concepto es útil para interpretar la conquista de derechos de las mujeres
en las diversas dimensiones del ser y el habitar y los escarpados senderos de
reivindicaciones colectivas que comienzan hace más de 60 años con el derecho a
voto.
Particularmente el caso de los derechos sexuales y
reproductivos resulta inquietante. La autoridad sobre el propio cuerpo es un privilegio
históricamente esquivo para las mujeres. Desde distintos campos del saber el
control reproductivo y el manejo de cómo gestar y parir, decidir sobre la
infertilidad permanente, crio preservación y otros asuntos reproductivos, han
instalado el discurso hegemónico que las mujeres poco saben sobre sus cuerpos y
que la biomedicina y otras autoridades técnicas y morales deben hacer por ellas
lo que ellas mismas no son capaces de hacer: fundar la voluntad sobre el propio
cuerpo y decisiones. Este aspecto se ve reflejado en la escasez de
legislaciones en nuestro país sobre derechos sexuales y reproductivos,
violencia obstétrica y la recientemente promulgada ley de interrupción del
embarazo por 3 causales.
Esto no es casual. Los derechos sexuales y reproductivos forman
parte de los derechos humanos de tercera generación, con un profundo interés
geopolítico y con impactos en la sostenibilidad del planeta. No es azaroso que
el debate sobre el alquiler de vientres y otras formas de reproducción
asistida, sean motivo de debate público en el viejo continente. La reproducción
se constituye no sólo en un hecho biológico: alrededor de ella navegan
intereses políticos, económicos y religiosos incrustados en el seno de un
patriarcado omnipresente.
La ley de aborto 3 causales aplicable a casos extremos ya
conocidos, constituye un nuevo trato con las mujeres, adolescentes y niñas
chilenas. En aquellas donde la
desigualdad de clase, territorio, edad, etnia y otros determinantes sociales
amplifican senderos de inequidad en el acceso a la salud y en la
criminalización de sus decisiones, esta ley dignifica y reconoce sus proyectos
y opciones de vida.
En la definición más clásica de cambio social, en esta ley culmina
(y comienza al mismo tiempo) un proceso de empoderamiento colectivo de las
mujeres.